Sobre una casa vieja en la 'Nueva Granada'



Ante el panorama de violencia que no se detiene en Guacarí, ante las amenazas y los señalamientos, ante el miedo de salir de la casa, opinar al respecto y caminar por las calles, ante eso, vale la pena recordar una columna de Carolina Lenis, publicada en Revista Carreta.

Sobre una Casa Vieja en la 'Nueva Granada'
por Carolina Lenis

A mis primo/as.
A Aurora, “ Mi reina”, a Alex “La Regia”,
a Jhon “El Borracho
y a todos a los que les han ido
quitando la luz tan vilmente.
También a Eocarpo,
sin él ningún ejercicio  académico sería posible.


Ante la provocación no debe una resistirse. Cedo frente al placer que me suscita la posibilidad de escribir, particularmente cuando puedo hacerlo pensando en Guacarí, lugar de mis entrañas, de grandes dudas y contradicciones, de metáforas pintorescas que te arrancan risa y dolor. Pero no sólo eso, es también el lugar donde nací y viví mi infancia, por donde circulan muchos de mis afectos, en donde está la gente que más me quiere y a la que yo más quiero, las raíces, la familia.

Crecimos en una casa gigantesca, de cosecha de mamoncillo cada agosto, época de ferias, cometas y vacaciones escolares. En ésta casa vieja jamás ha faltado la comida, ni en los peores momentos, pues aún no habiendo dinero estaba la tienda de Maruja, una matrona gentil y solidaria, madre de nueve hij@s  tan valientes como ella, gran amiga de calle de mi abuela, mujer de tiempos pretéritos y presentes, mujer prolija.

En esta casa transcurrieron los mejores años de mi vida, puedo decir que tuve una infancia feliz, llena de viajes divertidos y sucesos interesantes. 

Surgieron mil retos y aventuras profundamente estimulantes para nuestras fantasías infantiles; nuestras tardes se colaban entre los más variados juegos y el gran destacamento  de prim@s,  allegad@s  y  arrimad@s; corríamos enloquecid@s en medio de grandes árboles frutales, construíamos casas de cartón, hacíamos guerras de piedra, teníamos peleas verdaderas y simuladas, cenábamos con hierbas y flores, vertíamos jugos verdes en diversas vajillas de juguete, que bien podrían ser replicas miniatura de múltiples utensilios de cocina que  acompañaban a las muñecas o venían como regalos sorpresa para niñas, o bien podrían ser tarros viejos, piedras, cuencos o semillas que cobraban vida bajo nuestra palabra creativa y encantadora.

Nos imponíamos tareas y actividades para nuestra diversión, así construíamos columpios elevadísimos con llantas viejas de los que tarde o temprano uno u otra terminaba cayéndose, nadábamos en el lago sucio para peces, que tenía más tierra que agua, evidenciando lo primitivo de la ingeniería de mis tíos, pues su “sofisticadísimo” sistema de poliuretanos no era muy resistente y rápido filtraba el agua. 

Hacíamos largas listas de jóvenes invitad@s para comitivas en nuestro patio maravilloso, plátanos,  papás, yucas, huevos o carne iban llenando la bolsa de lo que luego sería una comida que llenaría más nuestras emociones que nuestros estómagos, también teníamos una complicidad extraña que no ponía en evidencia a cualquier amiguit@ que no daba su aporte, eso no se contaba y tod@s tan felices.

Entre tanto transcurrieron mis años infantiles con las preocupaciones genuinas de una neurosis emergente, todas estas hazañas y travesuras  propias de los juegos y rituales eran narradas por mi mamá a mi maestro, ahora difunto, que fungía como cierta autoridad en todos los campos de mi vida. El señor, Eocarpo Antonio, que dejó en mi mucho más que su insolencia y su pulcritud en la caligrafía, ante todo dejó su espíritu combativo y sus ganas de divertirse siempre.

Cómo recuerdo todas estas horas mágicas ahora escurridas, extintas como las chicharras que aturdían hasta al sol radiante de un medio día de hace veinte o más años. Ya no se reproducen, ni se actualizan cuando observo a esta nueva generación de primos en ascenso. Pues jamás han tenido un juego de rayuela en el patio pavimentado, ni han peleado con terrones de tierra mientras alguno se roba una mandarina jugosa que el otro bajó con dificultad de un árbol a medio día, contrariando la voluntad de la vieja Concha, mi querida abuela: “Pues con sol no se cogen fruta, eso seca los palos”.

Este nunca ha sido una regaño que tengan que escuchar, ell@s no se ensucian, no sudan, no se trepan a los palos, sólo hacen jornadas maratónicas en el x-box, anhelan mi llegada para que les preste mi computador  portable y reúnen dos mil pesos ya no para comprar leche en polvo metida en un pitillo con una bombita como premio, sino para alquilar un modem que suministra internet y ver videos en Youtube de Lady Gaga, Glee o Selena Gómez, revisar su perfil de Facebook o bien meterse a una página de juegos en línea, metáfora perfecta del sifón que les chupa la vida: www.friv.com, la propia sanguijuela cibernética.

Ellos tampoco van a la tienda de la esquina, sus padres tienen miedo que explote una “Nueva Granada” o que deban presenciar otra balacera como la que le quitó la vida a nuestra querida amiga Aurora, una de las “Marujas”. Nuestra calle de casas con solares grandes y florecidos es ahora una calle olla, en donde ya nadie quiere una casa, por donde la gente no quiere ni cruzar, en donde en pleno 31 de diciembre no explota ni un muñeco de año viejo y un pelotón de tropa custodia la esquina ante la amenaza de una nueva bomba. 

La calle tercera siempre tuvo lo suyo, desde su nacimiento después de la carrilera  ha sido calle de putas y jibaros, pero ahora existe una diferencia, el cielo que antes tan solo se nublaba con la marihuana fumada por  Don Elias Frades alias “El zorro”, también difunto, ahora se nubla con las esquirlas de las granadas de fragmentación  que les tiran a sus nietos.

A pesar de ello seguimos llegando todos a reunirnos en esta gran casa, a contar cuentos y reírnos con chismes recién estrenados sobre la política local, sobre fulano o zutano, a escuchar  apodos nacidos de la genialidad de mi abuela Concha, que a pesar de lo vieja tiene aún toda suerte de invenciones; seguimos encontrándonos, incluso, cuando no estoy en el pueblo hago “teleconferencia”, llamo todas las noches y pregunto si están en “aquelarre”, como suelo llamar a sus convites,  amenizados al calor de las sabrosas comilonas de mi mamita, con su sazón sin igual y el humor ácido de mi tía Tránsito, famosa por vender empanadas, para muchos las mejores de la comarca y quien responde a sus clientes de manera contundente frente a una petición de fiado: “¡Fiar! Jumm… Ni a mi mozo que está en el cementerio”. Por éstas y mil razones más: Amo esta vieja casa en lo que ahora osan llamar “Nueva Granada”.

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