Punto Final


Punto Final
Camilo Osorio
publicado en la revista Ciudad Vaga, edición N° 5, 2009

Con la misma fuerza que soplaba desde las cinco de la tarde, el viento de aquella noche se estremecía volátil por las calles del pueblo, refrescando el ardiente asfalto de los típicos días dorados y azotando  puertas y ventanas  para anunciar la entrada de la noche y la hora del sueño. Pero está vez el viento no traía sueño; arrastraba por el aire un eco que se metía por las rejillas de las casas y gritaba: ¡la mataron!, ¡la mataron!, ¡mataron a esa muchacha!

Su tumba sin lápida, 2009.
De repente abrió los ojos. Se levantó con rapidez de la cama y fue a buscar a su tía. Era la primera semana de diciembre de 2008 y Jhon Jairo Echeverry ya no podía mantenerse callado; la pesadilla que le despertó se había repetido todos los días de la semana. No podía ocultarlo. Así que asustado le dijo: -Tía, la vi herida, la vi herida en sueños-. La mujer, aterrada, le preguntó su opinión. El hombre de 39 años y voz ronca era reconocido por sus facultades paranormales. Hay quienes dicen que es un vidente. Y éste contestó: -No, tan sólo la vi herida y eso no me parece bueno-. La mujer guardó silencio.  Él también lo hizo. Pero en el fondo había ocultado algo; no estaba herida, la había visto muerta. Momentos después alguien llamaba a la puerta, y esa era ella.

Algunos la veían pedalear en las tardes en una bicicleta empolvada y gris. Los movimientos circulares de sus pies en los pedales recorrían las calles fracturadas del pueblito en el que vivió desde el 20 de agosto, día en el que nació asfixiada por causa de una bronconeumonía en el Hospital Universitario del Valle, en la ciudad de Cali. 

Pedaleaba hasta que alumbraba la noche y doblaba en las esquinas oscuras de los barrios siniestros de Guacarí, un municipio cercado por los troncos cilíndricos de los cañaduzales; 32.554 habitantes, 8 colegios, 2 bancos, un hospital y un estadio. Caminaba con pasos largos y mucha rapidez, como si siempre la estuvieran  persiguiendo; otros –murmuran- también la vieron en moto, aunque pedaleaba con frecuencia, en sus  blusas rosadas que le descubrían el ombligo, las corticas pantalonetas de lycra o la minifalda de tela blanca que usaba sin calzones.

Aquel día Jhon Jairo la buscó “por cielo y tierra”. Con el viento de las 5:00 pm salió en una bicicleta olfateando el rastro de su prima. La encontró a las afueras del pueblo, en un potrero olvidado. Se le acercó decidido y le dijo: -¿Verdad que andas sin calzones? -,  -¿Quién dijo?-, contestó imponiéndose mientras lo miraba a los ojos. –No, ¿vos andas sin calzones?, decime la verdad-. Ella giró la cabeza con desprecio. Él estiró la mano y le levantó la falda. Abrió la boca y gritó de asombro. -¡Ay!, esto qué llama, no, no, no.- Ella no dijo nada. 

La adoraba como si fuera su hija, la hija que no tiene. La matriculaba en la escuela. Dormía a su lado. Sabía que le encantaban los espaguetis. Se lamía los dedos al terminar de comer. Era su línea de atención. Para su familia era una mujer inteligente, audaz, extrovertida, coqueta y buena amiga. Pero eso sí –recuerda Jhon Jairo- no lavaba ni por el chiras; dejaba hasta los interiores por ahí, para que mi mamá o mi tía los alzaran.

Para otras personas de Guacarí era una perra, una pícara, era tremenda. Decían que estaba embarazada y nadie dudaba de su reputación. Vivía cerca al centro del pueblo, frente a un supermercado y a pocas cuadras de la galería de abastos, en el segundo piso de una casa amarilla y sencilla que limitaba también con el ruido vibrante de los buses municipales, con el olor a moscas de una carnicería y con un burdel de cortinas rojas. 

El burdel no tiene letrero, ni un aviso, ni un patrocinador en luz de neón, pero todos en Guacarí saben que se llama “El Luz Viejo”, porque el “El Luz Nuevo” está muy cerca, en un perímetro de dos cuadras donde también hay otras tabernas, droguerías, juegos de billar, tiendas naturistas y casas de familia. Allí en “El Luz Viejo”, una casa antigua de tres niveles, paredes verdes y aroma oxidado la veían a ella; se desnudaba por 10.000 pesos cuando su nombre no aparecía en el anuncio del show de la noche. De esta manera se fue convirtiendo en un exótico animal nocturno del pueblo, que aunque rugía con una fuerza visceral permaneció invisible para todos los ojos que no la querían ver.

El lunes de la segunda semana de diciembre ella volvió a la casa de su primo Jhon Jairo. Él venía del patio y cuando la vio sintió que su imagen le congelaba las piernas. Actuó con normalidad. Entonces la recordó en su infancia cuando decía desde pequeña que moriría joven. Ella le preguntó a su tía si tenía pollito. –Sí, pero no está apanado- le contestó. –No importa, es pollo; ¿me regala un poquito?-. Después, lamía el hueso, se lamía los dedos. 

El homicidio ocurrió frente a este lugar, conocido como 'La Caponera'
Cuando se fue, Jhon Jairo volvió en sí. Lo había visto, blanco, alado y tornasol, sin guadaña, sin la hoz, adherido a la sombra de ella. – Tía, le dijo, vi al ángel de la muerte con ella, se nos va, ¡ella se nos va!- ; -¿y vos por qué decís eso?- preguntó petrificada. –Porque lo estoy viendo, yo ya lo vi, era el ángel de la muerte ¡y mis ángeles me están diciendo que ella fallece mañana a tales horas!- contestó rápido, alterado, ronco. Salió a la puerta con su andar contoneado. Ella ya estaba lejos, pero la alcanzaba a ver. No la vio caminando a ella. Sólo la vio caminando como un esqueleto.

Hablando entre dientes, otros murmuraban que una vez al atardecer un viejito se acercó a su casa y tocó la puerta, ella abrió y apoyada en el marco conversaba con el hombre. Tenía un alto tono de voz y solía hablar como si estuviera enojada o como lo hacen los guacariceños, gritando.  Por eso los murmullos escuchaban que el viejito se acercaba y le decía cosas hasta que exclamó con fuerza resonando en la calle empolvada: -¡ay mijo, yo lo que necesito es plata!...vea, yo me dejo chupar una tetica por 10.000 pesos, usted verá.

El viejito caminó por la calle y dobló en la esquina, ella caminando rápido lo siguió con cautela. El murmullo retumbó: -En la esquina donde queda “El Luz” pero no el nuevo, el viejo-. Minutos después regresó entusiasmada con una sonrisa dibujada en su boca pequeña y masticando una presa de pollo que llevaba en la mano izquierda. A su lado caminaba Balanta, una trigueña  de blusas cortas y flácida barriga , su amiga de esquinas… la miró y con un ataque de risa le dijo: -¡ja, ya tengo mi marrano!, para deslecharlo cuando yo quiera.-

La inquietud y el miedo se aferraron de Jhon Jairo después de ver al ángel. Miedo como el que llovió sobre el pueblo, meses antes a diciembre cuando el panfleto amenazante listó a varias personas. No tenía firma, pero sí tenía nombres. Viciosos, prostitutas, vagos, ladrones y expendedores de droga fueron los argumentos empleados en el pasquín para enumerar a los habitantes que podrían morir. Jhon Jairo la buscó en la lista, como por no dejar. Pero ella no estaba. Las autoridades del municipio nunca se pronunciaron al respecto. –Que digan lo que quieran, decía Jhon, pero no le hacía daño a nadie; y si robaba, me robaba a mí-. 

Su mamá, Clara Inés, una mujer de 43 años, nunca estuvo cerca. La abandonó del todo cuando ella tenía 3 años. La dejó con Chila, la tía de Jhon Jairo y familiar de Edinson, su papá. Edinson Echeverry es igual de intermitente. A veces está y otras veces no. Alguna vez firmó un papel en la Comisaría de Familia Municipal, para que la ayudaran a entrar en un instituto de rehabilitación. Desde entonces, cada vez que avisaban  que irían a recogerla, se escapaba. Nadie la encontraba. A veces su mamá llamaba al teléfono. Programaba una hora para llamar y hablar con ella. En esas ocasiones no se escapaba. Permanecía en la casa. Mirando el teléfono, a la expectativa. Y el teléfono no sonaba. El reloj se desvanecía. Se acababa el día.  

Zuria.
El viernes 12 de diciembre de 2008, la piel canela de su cuerpo, se escondía bajo una camiseta de rayas azules y negras. No medía más de 1,60 cm y tenía unas piernas largas y brillantes cubiertas con una pantaloneta negra. No llevaba más de nueve meses fumando marihuana, pero ya consumía bazuco, perica y a veces inhalaba sacol. Tenía un saco gris amarrado a la cintura. 

Su cara era ovalada; sus ojos grandes y cafés, las cejas arqueadas por  depilación, reflejaban su mirada apagada por los párpados caídos adornados de color azul metálico. –Ay primo, le dijo a Jhon Jairo cuando se lo encontró en la calle, ¿no tenés para comprarme un pollito?-. Éste levantó las cejas. Había cambiado mucho, ya no se peinaba el cabello largo y castaño que cuidaba, no se maquillaba, no usaba collares, se veía más delgada, se bañaba a ratos. –Sí tengo, pero venga la acompaño que no quiero que la plata se la meta en vicio-.  Se comió el pollito y siguió su camino.  Jhon salió a trabajar a Buga, aterrado del aspecto de su prima. Pero incluso con el alma mohosa y el cuerpo oxidado, ella exhalaba la fragancia que enloquecía a ciertos hombres. Y por eso se murió.

A las 10:00 de la noche, un amigo suyo apodado “Tintin”, al que con frecuencia le regalaba comida y ropa, la despertó de la cama en que dormía, en una casa grisácea de la calle tercera con carrera quinta. Hablándole de trago, cigarrillos y dinero la sacó de la casa para empezar la noche del viernes. 

Caminaron sobre el deteriorado asfalto, guiados por la débil luz de las farolas opacas de los postes. La vía es una de las salidas del pueblo que desemboca en una vereda vecina y se choca en un costado, tras un recorrido largo y oscuro, con una débil cantina de improvisada estructura. El sitio, conocido como “La Caponera”, reposa bajo un joven samán y cuenta con una caseta cúbica de metal amarillo marcada con el sello de “Poker”, al lado y  anterior al potrero estaban las mesas, las sillas, las copas de plástico y la música herida que graznaba en un parlante viejo bajo un techo de láminas plateadas y paredes de esterilla. Allí se sentaron “Tintin” y “La Chatarrita”, así la conocían.

Jhon Jairo no pudo continuar trabajando. No paraba de hablar de ella, pensar en ella, sentir como ella. Se bajó del bus que venía de Buga mientras retumbaba en el pueblo la sirena que activan los bomberos al medio día. Pero eran las 10:00 de la noche. 

El viento soplaba con rabia. Los bomberos encendieron el carro. Jhon Jairo pestañeó. El motor ensordecedor de una moto frenó con violencia frente a la cantina. La máquina de bomberos aceleró el velocímetro. Un hombre corpulento accionó el gatillo. Jhon Jairo dejó de respirar. La ambulancia gritó enseguida. Ella levantó la mano derecha y se cubrió los ojos. Su tía lo vio cruzar la puerta y le dijo: -mijo, casi que no llega-. Murió de inmediato.

Cuando se enteraron de todo, el cadáver reposaba en el hospital. En la pantalonetica negra encontraron guardadas 4 pastas de planificación sexual. Nadie sabe quién la mató. Nadie sabe porqué la mataron. Los murmullos dicen, con la boca cerrada, que se acostaba con quien no debía y los celos de otra mujer decidieron borrar el perfume de su respiración. 

Sin embargo los murmullos decidieron mantener la boca cerrada. Zuría Echeverry Bolaños  fue asesinada  de un solo disparo que atravesó la mano con la que se cubrió los ojos y cruzó todo su cráneo. Tenía 14 años y  había sido expulsada del colegio en sexto año de secundaria. No estaba embarazada.  Después de esa noche en Guacarí no pasó nada; todo continúo en la normalidad. La lluvia borró la sangre indeleble y el calor evaporó el último aliento encerrado en una bóveda sin lápida, de aquella joven muchacha, triste y feliz, que  hasta aquel instante  no hacía más que vivir. Punto Final.

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